Capitulo I
Sabedor de que Cristina es como es, el individuo avanza al joven que, restringido de todo conocimiento sobre ese tema se quedaba mirando al individuo. ¿Cómo un hombre de esas características podía criticar? Pero si él era de por sí una crítica, y un error no puede criticar.
Se desplaza, la voz sin mente, de un lado a otro de la estancia, una habitación llena de ladrillos, de piezas de un desordenado muro llamado sociedad. El individuo con una cinta blanca doblada sobre el orondo trasero y un dedo meñique que podía mover a la velocidad en que un ácido clorhídrico puede compulsarse. Este individuo sabía, bueno digamos que no tenía la capacidad de improvisación innata en todo ser humano que aflora en los momentos, cuyos nervios se exaltan, más complicados. En cambio se le daba bien salir de las clases con dos perlas por legañas advirtiendo que ya lo había dicho, tan sencillo como eso. Algo tenía de oculto con la señorita de la primera fila, ya que le hacía unas señas bastantes curiosas con el dedo del ácido clorhídrico. Ante todo este guirigay, el joven se proponía a clavar un alfiler que se había encontrado en el suelo entre varias pelusas, en la columna donde pasaba apoyado la mayor parte de las clases. Una concupiscencia incola o una carga eléctrica repleta de electrones bandidos, cuatreros de los problemas del interminable libro de química, se establecía en el encerado poco encarado al que llamaban pizarra. El joven observaba como su mente percibía que acababan de dar un fin de semana libre a una muchacha, pero: ¿Qué podías esperar de una persona que cree que es lo mismo una meretriz que una emperatriz?
En fin, los alumnos seguían, con profundas esperanzas casi basadas en religiosa fe, haciendo preguntas con total confianza, creyendo que iban a ser resueltas sus confusas ideas sobre química.
-“¡El agua debería ser gaseosa!”- Decía resignado el profesor.
El quería tener casera abriendo el grifo, ¡Je! Un nuevo genio había nacido.
Se desplaza, la voz sin mente, de un lado a otro de la estancia, una habitación llena de ladrillos, de piezas de un desordenado muro llamado sociedad. El individuo con una cinta blanca doblada sobre el orondo trasero y un dedo meñique que podía mover a la velocidad en que un ácido clorhídrico puede compulsarse. Este individuo sabía, bueno digamos que no tenía la capacidad de improvisación innata en todo ser humano que aflora en los momentos, cuyos nervios se exaltan, más complicados. En cambio se le daba bien salir de las clases con dos perlas por legañas advirtiendo que ya lo había dicho, tan sencillo como eso. Algo tenía de oculto con la señorita de la primera fila, ya que le hacía unas señas bastantes curiosas con el dedo del ácido clorhídrico. Ante todo este guirigay, el joven se proponía a clavar un alfiler que se había encontrado en el suelo entre varias pelusas, en la columna donde pasaba apoyado la mayor parte de las clases. Una concupiscencia incola o una carga eléctrica repleta de electrones bandidos, cuatreros de los problemas del interminable libro de química, se establecía en el encerado poco encarado al que llamaban pizarra. El joven observaba como su mente percibía que acababan de dar un fin de semana libre a una muchacha, pero: ¿Qué podías esperar de una persona que cree que es lo mismo una meretriz que una emperatriz?
En fin, los alumnos seguían, con profundas esperanzas casi basadas en religiosa fe, haciendo preguntas con total confianza, creyendo que iban a ser resueltas sus confusas ideas sobre química.
-“¡El agua debería ser gaseosa!”- Decía resignado el profesor.
El quería tener casera abriendo el grifo, ¡Je! Un nuevo genio había nacido.
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